martes, 15 de julio de 2014

FRAGMENTOS PARA UN CUENTO DE TERESA




FRAGMENTOS PARA UN CUENTO DE TERESA[1]
A Teresa Mulet
ENTRE CANDILEJAS Y TERESA
Salí chamuscado de sonrisa ausente. Los ojos de Calvero, derretidos en la danza de Teresa, conmovieron cada centímetro de mi cuerpo.
Teresa leía un fragmento de palabras ahogadas, por palabras reiteradas; como un mar obstinado que resiste al reposo.
Cada sonido era una silueta, un boceto de alguien que alguna vez caminó distraído en una calle, quizás iba pensando en la noche, en esa noche de luna llena; quizás, meditaba sobre el gas que le quitaría la vida un par de años después, cuando agotado su cuerpo sintiera la ausencia del baile; quizás no terminó de pensar porque se hizo silueta esa misma tarde, un dibujo más, una línea ahogada, una sobre otra, como haciendo el amor, encimados, uno tras otro, como una orgía que estalla en un punto blanco donde todos se hacen máquinas registradoras. Blanco sobre negro.
Las líneas nítidas, con un ansia de perfección agotadora, recorrían minuciosamente el contorno de ese alguien nunca mencionado. Se hizo silencio. La muerte es matemática. No hay duda de su presencia. Está en el borde de cada registro.
Ella, con su inocente candor, la hizo dinámica, se movían las líneas, hasta me reía de tantos muertos apilados, uno tras otros. Una línea se confunde con otra y el infinito levantamiento se funde a ritmo del tristísimo Schumann. Era divertido el movimiento. Se hacía un punto blanco, con millones de líneas blancas, eran  una asfixia milenaria de siluetas sin cuerpo, millones de nombres sin rostros, como líneas pulcras y vacías. Era un bolero de siluetas, cantado a media voz y sin la luz acuesta.
Ella leía y yo pensaba en Teresa que soñaba con brindarle una sonrisa al payaso que no supo el día que dejaron de reírse.
Quizás un trago, un sorbo de licor, puede ser el detonante para el humor, así pensaba, cuando escribía el autorretrato de una cultura que olvidó la risa. Teresa bailaba con palabras, hacía un tapiz en los huecos de los dientes, para escarbar las miserias; líneas blancas que se fugan como palabras inconexas.
Teresa bailaba un fragmento de su vida, le dedicaba cada gesto al maestro, a su amante, quien la recogió el día que pensaba suicidarse. Ella, sigue suicidándose, pensé, en cada silueta, en cada boceto fundido;  Él, decidió morirse en el teatro, observando la danza del amor imposible.
EL TEATRO
Recordó, con una mudez canónica en su vientre, aquél pasaje de Nietzsche en su Gaya Ciencia:
Tal vez nuestro presente ofrece el más asombrosos contraste: en todas partes  veo, en la vida y en el teatro y no menos que en todo cuanto se escribe, la satisfacción en todos los toscos estallidos y gestos de la pasión –actualmente se exige una cierta convención de lo pasional, ¡Y no de la pasión misma! A pesar de eso, en último término se llegará a la pasión, y nuestra decadencia tendrá una ferocidad genuina, y no sólo una ferocidad y rebeldía de las formas. (Nietzsche, 1999, págs. 59, frg. 47)
NO QUIERO RE
Me resisto a sentarme entre desechos. No soporto ninguna belleza que me invite a sentarme entre desechos. Lo sé, la ecología, el amor a la naturaleza, es light, lo políticamente correcto.
El sentir verde es como estar a la moda, como quien modela un diseño de Versace en la alfombra roja. Pero hay días que no soporto un basurero, aunque se sirva con buen vino en una galería acomodada y no sea tóxico y no huela mal y hasta es bellísimo, como dice la mamá de la niñita que quiere comprarse un puf, para la salita de la esquina, donde tiene la serigrafía carísima de Soto y el lienzo del repetido y reiterado Trompis que no debe faltar en el teatro de una casa decente y acomodada. 
Hay días que amanezco con el reciclaje dándome asco. Odio las botellitas de agua; ésas que guardo, religiosamente, los días sábados, para bañarme el domingo.
Ese día, desde el alba, tenía el cuchillo preparado para desquitarme;  para agenciar toda mi furia en aquel mueble transparente que dulcísimamente gritaba, una y otra vez: debemos vivir juntando los desechos y transformándolos en la decoración perfecta de la vida.
Si supieran que esto de re-usar la historia, de revivirla, me hace sentir entre condones y toallas sanitarias usadas, almacenadas – (en un baúl mutilado de polillas)-, cargadas de sudores añejados, sueños perfumados de almizcle y cloro,  excitaciones virginales, flor de loto hermosa y de sangres que aliviaron un embarazo precoz o con la sonrisa lúdica, alegre, porque es el rastro de una feminidad floreciente, pero ahora… como una funeraria fétida, se impone. Sus fantasmas, olores, hongos nauseabundos y gusanos, me persiguen por doquier. Ni siquiera he podido aniquilarlos en mis sueños.
Saqué el cuchillo con la delicadeza de un chaguaramo derrotado; así, lentamente, asfixiando cada milímetro del tiempo, como un bostezo arrugado, triste; pero Teresa inundó de palabras aquel templo. Me arrebató los sentidos, me fui quedando sordo con tanto sonido escrito. Me temblaban las piernas.
Un filósofo es alguien que da sentido sin pasión, lógica uno, lógica dos, lógica simbólica. Pero esa loca hablaba de la vida y yo quería hundirle un cuchillo y rasgar como niño aquél homenaje a la miseria… El amor es una barricada de mierda, me dijo con humor la joven escritora Delia Arismendi; pensé en ella freudianamente, como quien dice. Sigilosamente, abrí mi maletín porque era decente tener maletín y en medio del suplicio, leí un fragmento de aquella niña que me desnudó al tiro, como dicen los chilenos, en medio de la plaza, ubicada en la soledad infame de mi cuerpo:
Me dio una coñaza tremenda, patadas en la cara y en la barriga. ¿Tú sabes que los dientes de adelante fue él quien me los voló?, pues sí, de un puñetazo cuando amenacé con contarle a la esposa. Te hubieses divertido con ese espectáculo en el hotel, la gente salió de los cuartos a ver qué pasaba, y yo le gritaba ¡SE LO VOY A CONTAR A TU MUJER! ¡YO TE AMO! [Sí, mi vida, estaba tan loco como para amenazar a un policía] y yo de rodillas, llorando, con la bata abierta, y todos en ese hotel con las bolas duras, viéndome la mercancía. Todo eso pasaba en el pasillo frente a la recepción del hotel. El maldito se dio la vuelta y me agarró del pelo, arrastrándome por el piso, dándome patadas en la cara, mi vida, y después me dio una patada tan fuerte en los huevos que me cagué encima, maldita sea, ahí mismo estaba cagado. Sentí la pistola en la frente. Pensé, sí, hasta aquí llegó esta belleza llena de mierda, pero la viejita que atendía la recepción me jaló y metió detrás del mostrador. De puta quería irme a donde estaba él, entonces la vieja me metió un coñazo, cerró el puño, apuntó bien y me dejó tendido en el suelo. Salió y le dijo al desgraciado ese que se fuera, que no quería problemas. Bueno, más bien se lo rogó. Pobrecita, medio recuerdo que estaba temblando. No sé cómo se fue así nada más. No lo vi irse, pero lo imaginé tambaleándose, con la pistola en la mano gritando Te voy a matar puto maricón. Esa viejita fue mi salvación. Me cuidó y llevó al hospital. Allá dijo que yo era su sobrino, y me habían atracado. No le creyeron mucho, pero igual me atendieron. ¿Los dientes? Una millonada. La viejita dijo que no tenía dinero para mis dientes y claro, al principio me puse triste, pues yo antes estaba más flaca y con unos dientes lindos, derechitos. Después me acostumbré. Los hombres dicen que les encanta así, sin dientes. Cuando sienten la encía tocándoles la verga, se vuelven locos. En parte se lo agradezco al desgraciado ése, y ojalá lo tuviese al frente para hacerle una buena mamada. Al tipo lo volví a ver. Pasaron tres meses y regresé a su casa para arreglarle el pelo a la mujer. Se puso nervioso al verme, pero mi cielo, con esa coñacera en el hotel me olvidé de las amenazas de contarle a la mujer, normal, fui a hacer mi trabajo, aunque en el fondo acepté ir porque tenía la esperanza de verlo. Entonces los escuché discutir en el cuarto. Decía que estaba harto de los maricones en su casa y otro poco de mierda. Ella regresó, qué pesar, toda avergonzada porque yo había escuchado la pelea. Está jodido en el trabajo, no le pares, tú sabes cómo son los hombres. Pues claro que sé cómo son y lo que les gusta, respondí, y nos echamos a reír. Le pinté esas mechas más bellas, rojo rojo. A los meses, cuando ella volvió a llamar porque necesitaba que la peinara para ir al matrimonio de una prima, dije que había tenido un accidente y tenía las manos quemadas, ja ja ja, la pobre se lo creyó, se puso triste. Para esa casa no volví más, tú sabes, me alejé, y no por miedo, sino porque me hacía daño, es más, todavía me duele acordarme del policía. Todavía se me corta la voz, ¿escuchas?” (Delia Arismendi, Barricada, 2013)
Nadie en la sala entendió mi gesto. Yo tampoco, porque lo único que deseaba era hundir el cuchillo y salir corriendo. Huyendo cobarde como conejo… como soy. Pero no lo hice. Decentemente lo que atisbé fue entonar el canto de lectura. No tuve el valor de mi instinto porque no es de buena costumbre apuñalar a una obra de arte. Sonreí con agrado y me tomé el vino y me dijeron bravo por ese cuento. Les dije que no era mío. Que me encanta leer cuentos de otros. Ese fragmento era de un cuento de una joven escritora que no conocía, que residía en Mérida y tenía papá y él era un superhombre y ella se llama Delia Arismendi y todos rieron celebrando mi ocurrencia. Nos divertimos a ratos, como Calvero en Candilejas.
A mis espaldas escuché la voz de Teresa que decía: Las palabras son unos frascos vacíos, plásticos de agua ausente… y nos sentamos en ellas.
La abracé. Me dispuse a llorar para no matarla, porque era verdaderamente ridículo cometer un asesinato en galería; quizás era chic, una noticia artísticamente interesante, digna para presentarse en medio de tantas muertes sin relevancia; precisa, mejor dicho, preciosa para copar titulares en los periódicos de las esquina. Casi imaginé el titular: Profesor de filosofía enloqueció y mató a la artista, justo el día de la inauguración, en medio de la galería. Imaginé el chismorreo de farándula apropiado para estos casos, sexo y droga. Algún que otro trágico sería capaz de inventar una vaina como el reciclaje de la muerte. Pero preferí llorar, porque seguramente, algún inspector del orden dibujaba nuestros cuerpos con cintas blancas en el piso y yo no quería ser parte de una obra de arte que todos miraran con asco comprensivo, entre rones y nicotinas.
Ella entendió. Me dije ilusionado. ¡Era clarísimo que había entendido! Ella me miró como a un perro muerto y esa es la señal perfecta de la comunicación artística. Seguramente, rediseña todo, recicla todo, reordena todo… Seguramente mañana le clavará un puñal, en la próxima parada, en el próximo túnel de Buenos Aires, Caracas o México, lo hace.  Y me sentí aliviado, como si de mi espalda el mundo se hubiese bajado. Al llegar a la casa y revisar cada uno de mis gestos, entré en pánico. Mi razonamiento apodíctico era equivocado. Ella tendría que rehacer su obra y yo odio el reciclaje. No entendió bien lo quise decir, estaba seguro que no lo había entendido, porque con exactitud milimétrica ella le introducirá un cuchillo y quizás lo deje abierto y quizás los niños se lleven las botellitas de agua y transformen la galería en un gran basurero, porque todos empezarían a jugar con las botellas y los adultos, perfumados y bien peinados, serían los primeros en lanzarse, en esa piscina de botellas, porque el arte tiene esa vaina que contagia de niño a los maricones adultos, pero eso no sería delicado, no sería ella…  
Yo no supe expresar, por el llanto bobalicón, lo que quería decir, seguramente leyó mi sonrisa en una clave distinta o tal vez mis ojos reflejaron el bendito inconsciente que siempre nos hace una mala pasada.  Si entendió lo que con seguridad yo sabía que había entendido, entonces, dejaría de estar ella en la obra. Mi hipótesis era perfecta y sería mi obra lo que haría y yo no quiero eso y no deseo que se recicle, que se haga distinta con peroles viejos… Menos mal que todavía no he llegado a la casa, menos mal que no la abrazo todavía, menos mal que no me he dispuesto al llanto, ni siquiera he sacado el cuento de Delia del maletín.
Estoy aturdido entre palabras, son un repique incesante de catedral que desespera por feligreses en un pueblo huérfano, araguato afónico, en el borde estricto, del desierto.
La veo acercarse. Viene sonriendo, entre amigos. No le tengo confianza a ninguno. A ninguno conozco, pero tienen cara de sabios, de bibliotecas, de críticos, esa especie de científico que carga un bisturí para dar cuenta del deber. Me está doliendo el estómago de puro susto, las ganas de orinar es como una catarata de pánico. Saludó a Erika, quien no necesitaba un trago para desnudarse. Lo vio de reojo y como un gesto simple y sin importancia, preguntó: ¿Qué tal la obra? Bonita. Hasta luego. Gracias por invitarme.
EN EL CASTILLO
Lectura en el castillo de Castillo Zapata:
25 de mayo.
(…)
Un artista ejerce la política en su obra, con su obra; no ocupando un cargo burocrático en la administración del Estado, o militando en un partido. Un artista contribuye a que la política cumpla su cometido de hacer posible la relación entre los diversos, la relación entre los originalmente a-políticos.
Gallegos era político cuando escribía sus ensayos de juventud, cuando escribió Doña Bárbara; el acceso a la presidencia de la república resulta una cuestión circunstancial y accesoria. La potencia política de su intervención está en su obra, en sus ideas y no en sus acciones burocráticas despachando memoranda y decretos. Su acción política es una acción estética: su manera de actuar políticamente es tratando de interpretar el mundo desde la ficción para ofrecer a sus conciudadanos razones para sostener la convivencia, razones para mantener la relación entre diversos que hace posible la nación, que hace posible la existencia de una polis. Por eso se convierte en modelo para jóvenes de Contrapunto: se elogia no porque sea presidente de la república, sino porque ha proporcionado razones, ideales, orientaciones (es decir, sentido) a los diversos para sentirse unidos, para vivir en el entre-nos de la relación que hace posible la nación. Este es el efecto político de Gallegos: el efecto político de su actividad intelectual. (Castillo Zapata, 2013, págs. 197-198)
LA OBRA
La fotografía debía hacerse donde se hacen las fotografías, en los talleres. Un taller es una calle tejida de miradas. Un muro solitario que pide a grito inmortalizarse, como aquél grafiti de Julio Cortázar. Una pared es un ojo que grita  a mí también me duele. Allí, casi por descuido, me inundaron las caras reiteradas de los afiches, de aquellos que prometen una vida buena. Estaban uno tras otro, techo y paredes como queriendo atormentar mi existencia. Eran rojos, verdes, azules, amarillos, todos eran uno, aunque gritaban diferencia. Estaban ausentes los diversos, los que transitan a diario, los ordinarios, los órficos que se hacen número cada viernes, como una semana santa interminable.
Nelson, casi, pidió disculpa por aquella grosería. Era una grosera experiencia del consumo. Algunos idiotas le llaman política. Tenían rostro y nombre y consignas. Eran los mismos que inundan las autopistas y las paredes, comprimidos en un punto, en un diminuto espacio, donde están los rosales, en el cementerio. La voz de Teresa estaba ahogada entre tanto estiércol. No dije nada para no comprometer a los presentes. Desesperado quería conseguir su palabra reiterada, para que me golpeara yunque, martillo, clavo… Su voz diminuta gritaba que eran frascos vacíos, botellitas de agua de reciclaje, pero que nadie quería exhibir en una casa decente.
EN UN NOVIEMBRE CUALQUIERA
Ese día estábamos contentos porque creíamos que habíamos pasado la materia. A mí, realmente, me gusta la ingeniería. Eso de hacer cosas, de crear, ingeniar… por eso estudié sistemas. Bueno tres semestre nomás. La pasé verdaderamente bien. Yo pensé que unas cervezas rápidas en el camino, podrían aliviar el trago amargo de matemáticas, eso le dije a Erik y a Edgar, después que salimos del examen. Teníamos tres días estudiando full. La verdad yo salí bien ese día, segurísimo, porque desde chamo me la llevaba bien con los números y los límites y las derivadas y luego los integrales dobles y triples se me hacían pan comido. Recuerdo que lo primero que les dije cuando nos montamos en el carrito era que debíamos celebrar otro día, pero unas frías siempre son buenas pal camino, las muchachas reían. Lo recuerdo como si fuera hoy. Lástima que ninguno vino, porque al parecer están con Tere en otra exposición. Yo decidí venir cuando supe que andabas en busca de nuestros pasos. Yo no sé si ella entabló algún tipo de comunicación con ellos. Creo que no comprenden todavía la importancia del diálogo o siguen traumatizado por aquella experiencia. Bueno, ese día habíamos presentado matemática, como yo tenía carro me ofrecí para darles la cola. Lo había hecho en otras oportunidades. Además, estábamos embochinchados, casi era un tres pa tres, pero la verdad… era una relación que se estaba cosechando con una profunda amistad.
Vi una alcabala cerca del bloque uno, pero qué va me dije, esos tipos tenían capucha, parecían más bien unos Bin Laden devaluados cobrando peaje, y yo le había echado demasiada bola a la vida para que me palearan unos pendejos; así que no atendí la voz de alto y apreté la chola. Tuvimos mala leche porque sólo escuchamos una primera detonación y luego fue una lluvia de plomo que nos cayó encima. Yo lo que sentí fue un frío infinito en la espalda y el grito de todos amasados en una sola voz como si estuviésemos entrando, amontonados, en el infierno. Nos quisieron vestir de delincuentes, pero pronto se supo todo y de un lado quedaron ellas tres heridas y nosotros quedamos estampillados en el corsita, muertos de a bola… Ni a Erik ni a Edgar le gusta hablar de la masacre del 27 de noviembre, porque dicen que todo el mundo piensa en el golpe de estado y no en la muertes del barrio Kennedy, en Caricuao; pero yo les insisto en la fecha porque es como mi emblema. Es una manera de protestar, porque aún en este mundo es posible la protesta y ahora que tenemos una médium que da cuenta de nosotros desde unos cuantos años, la cosa agarra fuerza. El recuerdo es un tormento y quizás por allí está el comienzo.
¿Sabes una cosa? Tere no sabe lo que hizo cuando empezó a dibujarnos. No es como ella piensa que somos un número, que no tenemos rostros, que estamos repetidos o que nos fundimos en blanco. Para nada. Uno siempre guarda su individualidad, ni siquiera con la muerte somos intercambiables, siempre permanecemos en el recuerdo de alguien, por más malo que seas, siempre hay una vieja o un niño que te llora. Hasta una mínima mueca, puede trascender el tiempo. Y en ese detalle es la compuerta de la represa de lo que fuimos, lo que somos, porque permanecemos. Cuando tropezaste conmigo y me viste así de a poquito, con esa reverencia de silencio, decidí hablarte. Yo no sé si hago bien, porque puedes quedar como ella, con mi silueta en sus orines. ¿Sabes? Uno aquí va perdiendo la memoria, eso también es verdad, pero esos coño policías me mataron antes de tiempo, yo iba hacer un ingeniero de sistema, te lo juro; incluso en algunos rincones de Comala comentan la vaina.
Bueno lo único que te pido es que le digas a todos que cuando vean las siluetas, piensen en cada uno de nosotros, que nos hablen, que nos traten con cariño que no somos piezas de museos; más bien el museo está en la calle… porque te digo una vaina, hay muertes lindas, incluso aquí se celebran. Pero esas, las dibujadas por Tere, las que miras, esas no; aquí llora hasta dios cuando llega un fin de semana y cuando ella hace una exposición porque somos su proyecto, aunque lo único que proyectamos es un vacío hondo, un hueco crujiente en las entrañas… sin órganos.
Yo no sé qué vas hacer tú, pero te suplico que me beses para sentir un último calor aunque te crean loco; recuerda: besar una silueta es el gesto más lindo que pueda existir, no es necrofilia, es amor fati… Además desde Jesús de Nazareth o desde Simón Rodríguez, como quieras, se sabe que los locos y los niños dicen las verdades y un artista es un niño loco. Gracias por escucharme, te amo.
CALVERO
Postrado, en aquella camilla improvisada, encarceló los párpados para oler el baile de Teresa. Isadora Duncan era Teresa, el éxtasis salvífico de su desnudez le provocó el placer de una mudez eterna, segundo antes, hizo el Conjuro de Medianoche que le enseñó Miguel Márquez, desprevenido.
Algún día
No levantaré los párpados
Con  miedo, ni asustado
Me volveré a ti
Para espantar tú sombra.
Serás pasado, olvido,
Sílabas de Polvo
En el recuerdo

CENIZAS
Íngrima, entre fantasmas vociferantes, acurrucada en una canción de Discépalo, tomó los Cuatro Cuartetos de Eliot, hizo su oración en voz alta, como para recordarse que seguía existiendo:
Ceniza en la manga de un viejo
Es toda la ceniza que dejan las rosas quemadas.
Polvo suspendido en el aire
Marca el lugar donde terminó una historia.
Polvo inhalado fue una casa-
El muro, el friso y el ratón.
La muerte de la esperanza y la desesperanza,
                Esta es la muerte del aire.
 EL SILENCIO DE TERESA
Las sinfonías de Mahler. Ritmo de nostalgia precisa. Campana de su respiración. Sabía lo imposible del deseo. Pero la maldición de Tántalo le doblegó su mirada en aquel altar. El altar del bolero de Juan Gustavo Cobo Borda. Sintió en su vientre la mirada de la culpa acariciándole los vellos. La culpa es una cruz de hierro con rostro de María Lionza, pensó, sigilosamente, tarareando aquella canción de Javier Solis o Felipe Pirela, a esas alturas del ron ya ni siquiera recordaba quien la interpretaba.
Ese bolero es mío
desde el comienzo al final
no importa quién lo haya hecho
es mi historia y es real

Ese bolero es mío
porque su letra soy yo
es tragedia que yo vivo
y que sólo sabe Dios

Lo hicieron a mi medida
yo serví de inspiración
y su música sentida
se clavó en mi corazón

Ese bolero es mío
por un derecho casual
porque yo soy el motivo
de su tema pasional

Lo hicieron a mi medida
yo serví de inspiración
y su música sentida
se clavó en mi corazón
Ese bolero es mío
por un derecho casual
porque yo soy el motivo
de su tema pasional
Seguía tarareando, haciendo cantar al viento, mientras guardaba el joyero, la caja desahuciada, para sellar el cadáver de su memoria. Quería olvidarse de su llegada. Olvidarse de todas y cada una de las elecciones que había hecho; una tras otra, una tras otra, decisión por decisión, los diques enmohecidos que clausuraron aquel amor.
La vida no es una suma, pero cómo  añoramos que dos y dos sean cuatro, se dijo así misma cuando escuchó la llegada de su Teresa. Sí, su Teresa. Ella, Teresa, no sabía del amor cosechado por la otra Teresa. Ella la había pensado en silencio, la había acariciado, le había roto su anillo de fidelidad en una noche de copas sin su presencia, la había despertado en cualquier día de junio o febrero para contarle una historia inútil o mostrarle un discurso que no empieza ni termina, a media luz y con el diplomático haciéndole compañía…
Pero Teresa era una línea recta. Asumía su elección con pasión y no pensaba ni quería pensar siquiera, por un momento, en la posibilidad remota de amar a otra mujer. Se había guardado para el amor imposible; había abonado su cuerpo con la majestad del silencio. Pero ese día la vio hermosa en medio de su cansancio. Ese día se olvidó de sus cuentas y del rosario y de las velas cuando sintió el canto de Teresa en sus entrepiernas, pero no dijo nada porque ella era decente y su timidez era más terrible que su risa. Estaban en Roma y eso era importante. Roma era como el boulevard del Cementerio, termina con las flores y el desfile de huesos. Ambas pensaron una mándala de quizás, para ocultar sus deseos. Teresa tenía dos años amasándolo en un juego solitario, como quien juega con la muerte. Teresa, la otra, lo advirtió aquél día cuando el canto se refugió en su vagina. Fue un momento fugaz, quizás hasta imprudente, por eso recogió sus manos en el estuche de su cuerpo y la invitó a internarse en las catacumbas de su ego. Allí no descubrió el cuerpo de su Teresa, su hallazgo fue descubrir su cuerpo descuartizado, no en la tumbas de Adriano a las orillas del Tiber, sino en la Cripta de los 4000 esqueletos… Entró en el laberinto de sí misma, desdoblándose en los huesos de tantos amores perdidos. Aquel espejo de su vida conmovió todas y cada una de sus menstruaciones y ya el arte, como siempre, era una cadena innumerable de pasiones muertas, como el día que se encontró con Teresa… y no pudo decirle que la amaba.
LA MUERTE DE  TERESA
Abrió despacito aquél pasaje de Milan Kundera, la quinta parte, titulada, La levedad y el peso. Lo tenía subrayado antes de pensar en aquello. Sentía una asfixia, como si dios estuviese ahogado de nostalgia. Lo leyó de forma reiterada, tal vez, para provocarse aquella idea obsesiva; tal vez, para que cobrara cuerpo aquella imagen, como un terremoto de hígados y excrementos.
Teresa había vuelto a dormirse pero él no podía conciliar el sueño. Se imaginaba su muerte. Está muerta y tiene pesadillas; pero como está muerta él no puede despertarla. Sí, eso es la muerte: Teresa duerme, tiene pesadillas, pero él no puede despertarla. (Kundera, 1993, pág. 234)
Una frágil niña de nácar, colgada en un madero en cruz; su vientre rasgado por rinocerontes verdes que, tímidos y delicadísimos, asoman sus lenguas, saboreando el ombligo lacerado por culebras que yacen como enrredaderas entre sus pies. Y, encima de la cabeza, la causa de su condena, escrita en latín, griego y arameo: Es teresa, reina del silencio.





[1] Intervención presentada en el X Simposio Internacional de Estética,  Mérida, julio 2014. Se trata de una reflexión de lo que acontece en Venezuela, de lo que me acontece en mi vida cotidiana, en clave de ficción, a partir de tres muestras de la artista plástica Teresa Mulet, a saber: “Cada-ver- es. Cada- vez- más”; “En Re” y “Palabras Silentes.”

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