¡YA BASTA!... SOMOS MUCHO MÁS
Jonatan Alzuru Aponte
¿Cómo lograr que
las palabras expresen la más profunda tristeza? ¿Qué metáfora utilizar para
hacer sentir al otro, la vergüenza que uno siente? ¿Cómo hacer llorar a las
palabras? Sí, tristeza, vergüenza y llanto me produjo la discusión en las redes
sociales, protagonizada e iniciada por un rector de una universidad histórica y
principalísima de Venezuela y un reconocido periodista; seguida, continuada y
maximizada por personas que sufren y padecen las atrocidades del despotismo
venezolano.
La tristeza
profunda, la vergüenza infinita, el volcán de dolor y el respeto a esa
comunidad académica de primer orden y a todos los que nacimos en aquella tierra
de araguaney, cují y frailejones; de guacamayas y cóndor; de sonrisas con olor
a papelón y almendrones, me paralizan la lengua y las manos: no puedo nombrar a
la universidad ni a los actores involucrados en la discusión en las redes
sociales a propósito de los servicios públicos en Venezuela.
Una mañana de
septiembre, un sector de Caracas, amaneció sin luz. El periodista reporta el
caso en sus redes. Quien ejerce el cargo de rector le comenta que no se alegra;
pero que al fin le llegó la igualdad a la capital. ¡Qué espanto! El mensaje era
claro: el sufrimiento terrible que padecen por la falta de servicios
públicos quienes viven en los estados del interior del país, le llegó a la
capital. Y allí empezaron los dimes y diretes… Mi estómago bailaba y
mientras más leía convulsionaba. ¡No! Tampoco recrearé ninguna de las
opiniones. ¡No! por Dios que no. Por respeto a todos los que sufren en cada
milímetro de aquella tierra, por respeto a todos los que sufren en la distancia
de aquellas tierras, por los que padecen en la diáspora, por respeto a mí
mismo.
Por cierto, ese
día, ese mismo día, mi hermano mayor me enviaba una foto de su nueva cocina.
Cuatro ladrillos, como soldados en batallón, uno frente al otro, y en su cielo,
una rejilla como la que antaño se usaban para celebrar el asado, la parrilla,
el sancocho en un río, a mitad de una montaña virgen; pero allí estaba él, sin
celebración alguna. Era su cocina para la comida diaria, a leña. Sí, cocina su
comida a leña (como miles), en un país cuya reserva de gas natural probado, es
más de 190 billones de pies cúbicos que lo ubica en el octavo en el mundo. No
vale comprar cocina eléctrica, porque tampoco hay luz a diario. ¡No se
horrorice ni se espante! Ni dramatice, ni se estruje el cerebro para comprender
lo que sucede… Es muy simple: la miseria venezolana es una política de
estado que da rédito a la clase social despótica gobernante. En fin…
Al final de ese día
tenía un único deseo: Gritar… un grito inmenso del tamaño de un tsunami, con
una fuerza telúrica incapaz de ser registrada ni por el sismógrafo más potente;
lanzar un grito, como se lanza el último suspiro, como un eco seco, in
crescendo, como un repicar de tambores en un amanecer de San juan… No gritarle
al mundo sino a nosotros mismos… como un vómito invertido… ¡Ya! ¡Ya! ¡ya
basta! ¡Ya basta! ¡Basta! ¡Ya Basta, basta!
¡Basta! Ya basta,
ya basta….
La lógica despótica
ha transformado de forma acelerada a la sociedad venezolana en un gran campo de
concentración; donde sus prisioneros pelean entre sí, para sobrevivir; donde
hay zonas, oficios y sectores que, dentro de esa profunda mariginalización
sociocultural, vivencian, como un espejismo, algún tipo de privilegio…
¿privilegio? Sí, claro que sí… incluso entre la miseria más infrahumana, hay
algunos que pueden comer más sobras que los otros. Algo así como quien vive en
el campo de concentración de mesonero y puede robar de vez en cuando un bocado
de pan…
Y, entonces, recordé el poema de Primo Levi:
“Ustedes que viven seguros
En sus cálidos hogares
Ustedes que al volver a casa
Encuentran la comida caliente
Y rostros amigos
Pregúntense si es un hombre
El que trabaja en el lodo
El que no conoce la paz
El que lucha por medio pan
El que muere por un sí o un no
Pregúntense si es una mujer
La que no tiene cabello ni nombre
Ni fuerza para recordarlo
Y sí la mirada vacía y el regazo frío
Como una rana en invierno
Piensen que ésto ocurrió:
Les encomiendo estas palabras.
Grábenlas en sus corazones
Cuando estén en casa, cuando anden por la calle
Cuando se acuesten, cuando se levanten;
Repítanselas a sus hijos.
Si no, que sus casas se derrumben
Y la enfermedad los incapacite
Y sus descendientes les den la espalda.”
A ratos he pensado
que es inútil escribir sobre el país… que de nada sirve escribir sobre la
política venezolana… que todos aquellos que opinamos, simplemente, lo que
hacemos son masturbaciones mentales en malos días de insomnio… a veces pienso
que quizás la escritura es solo para drenar o por el puro afán egótico de
mostrar que quizás uno leyó dos líneas más que otro… pero…
Pero, hay otros
días… Un día como hoy por ejemplo, que me cuestiono sobre mis genes
culturales y de pronto, en medio del asco de mí mismo, el azar me muestra
otra cara del perfume… y recuerdo a tantos e inmensos creadores, desde humildes
campesinos como Juan Félix Sánchez, arquitecto que transformó la rudeza de lo
feo en la expresión más sublime del silencio sagrado de la belleza, tiznado de
oración, que cabalga con la magia de la laguna… me brotan de los tuétanos
pensadores de estirpe, como el filósofo y poeta, Alberto Arvelo Ramos, que no
fue un director de cultura de una universidad de la provincia, sino el director
de la cultura venezolana… y, entonces, sin saber qué hacer, porque la piel se
me confunde con látigo y gelatina… Deseo escribir, para gritar… para llorar…
para invitarlos a que juntos nos miremos en el espejo y digamos ¡Basta! ¡ya
basta!... Somos mucho más…