NO HAY FIN PARA EL
GEMIR
Se llamaba Andrés. Sus días
vestían de cemento y cal. Se levantó en el mes de la virgen, esperando la
comida que la vieja solía prepararle. La faena estaba de juerga. La comida se
replegaba entre cebollas y tomates. Era el día que se celebra la opresión del
trabajo.
Vivía en un barrio de Caracas,
ciudad tablita, ciudad del desamparo y la tristeza, ciudad sin aire, sin manantiales,
de mochilas tristemente grises. No tenía espíritu de héroe ni de santo. Quizás
quería ver la ciudad desde la esquina.
Era un día sin frisos, sin
espátula ni carretilla. El sol brillaba como antaño. Ella estaba inquieta, y
seguramente fastidiada, de no hacer nada. Su única diversión era boicotear la
hechura del precioso manjar que le preparaba la viuda que aún solía respirar la
carne de su marido muerto. Era una década de ausencia. Aquella noche Andrés
tuvo que encargarse de la familia, era el hermano mayor.
El hermano mayor, contaba Simón
Díaz, era quien sustituye al ausente padre en nuestros barrios, en nuestros
campos. Se hace hombre y sostén en un vuelo de mariposas. Seguramente, Andrés
no quería que ella viviera la ruda vida que a él le había tocado. La amaba,
infinitamente, entre gritos y regaños, entre Maelo y cervezas, entre Cipriano
Armendero y el Nazareno, entre el burdel y la inocencia. La vieja cocinaba.
Sal un rato de la casa y llévala
a ver si se distrae, seguramente, le dijo. Él salió del rancho, con sus
tablitas del alma. La tomó de la mano y quizás estaba contándole, cómo antaño
el caminaba por el barrio, vendiendo empanadas y caramelos para mantener a la
vieja cocinera, porque el otro marido de mamá también se murió sin morirse, nos
abandonó en el primer escaño. Quizás le dijo que hiciera la tarea. Que debía
estudiar mucho para hacer una persona de bien. Quizás no dijo nada, tal vez
pensaba en el trabajo que no pudo terminar, en la novia de la esquina que lo
abandonó, quizás cantaba. De pronto llegaron los de siempre, como siempre, con
el sonido de la muerte en sus motores. ¿A quién matamos? Preguntaron.
No era Hades, eran hombres
comunes y corrientes que como bárbaros azotan cada esquina de ese pueblo. Él,
sin titubear, en un desprendimiento absoluto de amor, dio la vida por su
hermana. Mátenme a mí. Y empezó el festín de las balas. Se hizo héroe y santo
aquél primero de mayo, cuando la ciudad, no la de tablas, sino la otra,
marchaban y coreaban alegres consignas. Cuando se oía revolución en un lado de
la acera y en la otra democracia y libertad. Pero él no supo más de aquella
ciudad. No supo más de la vieja, de su amada hermanita de ochos años… quedó
tendido con trece impactos de bala, en un gran charco de sangre. Así murió otro
de los tantos mártires de nuestra Caracas triste e indolente.
Todavía el poder sonríe
indiferente. Sonríe como aquellos Atilas, verde oliva, disfrutando el llanto de
un muchachos acurrucado a los pies de las peinillas. Todavía el poder sonríe y
baila indiferente, saltando las bolsas de muertos que navegan el río que nos
recuerda nuestro espíritu estéril y putrefacto. El poder todavía se oculta de
los gritos, como aquellos soldados, del gemido inocente del niño que perdió su
papagayo en el río de su sangre. Todavía el poder sonríe sin oídos y sin
cuerpo. Todavía está allí levantado, como una estatua gris inundada de la hediondez,
con los orines del perro.
Yo quería ausentarme de la
historia, machacando unos libros sin destierro, cuando la voz ronca de Armando,
ese quien ha estado en el infierno, el que su piel está rasgada por la
inmundicia del hospital, ese que ora en su escritura… una vez
más me convoca. Jonatan es una depravación espiritual, ¿Qué haces? ¿No has
escrito? ¡Es infierno! ¡Es mierda químicamente pura!... Te llamé para decirte
eso. Cerró la llamada sin despedirse, como en un llanto eterno. No pude seguir
simulando que trabajaba, no pude continuar con la lectura que tenía. El deber
es una excusa, cuando la muerte se hace vómito entre las rocas de los ojos.
Me fui al sagrario de mi cuerpo,
hincándome en el dolor de mi tristeza, buscando la plegaria ajustadísima, la
perfecta, que fuese fiel reflejo de la náusea, me unté de poesía como una
inyección, antídoto viral contra la ausencia, abrí monásticamente a T. S Eliot
y repetí insomne:
No hay fin para el gemir sin voz,
No hay fin del marchitarse de
marchitas flores,
Del movimiento del dolor indoloro e inmóvil,
Del derivar del mar y de los restos del naufragio a la deriva,
De la plegaria del hueso a la Muerte, su Dios. Sólo la
Apenas pronunciable
Plegaria de la única Anunciación.
Luego, recordé a César Vallejo y
sus Heraldos Negros. Me acordé cuando vivía en el trópico y el guaguancó era mi
rutina. Creo que tengo la peste del olvido. No sé mover los pies, ni la
guaracha me entusiasma. Hace un frío infernal, un invierno sin otoño. Me
levanté en Praga, en lo más austral de mi dolor. Hace rato que vengo
escribiendo de la muerte, la percibo corriendo tras nosotros. “¡Dios mío! ¡Dios
mío!” ¿Por qué nos has abandonado?
Pienso en el espíritu del sonero.
Tengo su acervo, lo recuerdo. Es lejano su paisaje, pero su voz es una grieta pequeñísima,
orgullosa fractura la rigidez de biblioteca y el perfume fúnebre del responso.
Allí está la fuerza resucitada, ojalá pueda ensayar… improvisar de nuevo.
Jonatan Alzuru Aponte
Viernes 2 de mayo de 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario