viernes, 2 de mayo de 2014

NO HAY FIN PARA EL GEMIR



NO HAY FIN PARA EL GEMIR
Se llamaba Andrés. Sus días vestían de cemento y cal. Se levantó en el mes de la virgen, esperando la comida que la vieja solía prepararle. La faena estaba de juerga. La comida se replegaba entre cebollas y tomates. Era el día que se celebra la opresión del trabajo.
Vivía en un barrio de Caracas, ciudad tablita, ciudad del desamparo y la tristeza, ciudad sin aire, sin manantiales, de mochilas tristemente grises. No tenía espíritu de héroe ni de santo. Quizás quería ver la ciudad desde la esquina.
Era un día sin frisos, sin espátula ni carretilla. El sol brillaba como antaño. Ella estaba inquieta, y seguramente fastidiada, de no hacer nada. Su única diversión era boicotear la hechura del precioso manjar que le preparaba la viuda que aún solía respirar la carne de su marido muerto. Era una década de ausencia. Aquella noche Andrés tuvo que encargarse de la familia, era el hermano mayor.  
El hermano mayor, contaba Simón Díaz, era quien sustituye al ausente padre en nuestros barrios, en nuestros campos. Se hace hombre y sostén en un vuelo de mariposas. Seguramente, Andrés no quería que ella viviera la ruda vida que a él le había tocado. La amaba, infinitamente, entre gritos y regaños, entre Maelo y cervezas, entre Cipriano Armendero y el Nazareno, entre el burdel y la inocencia. La vieja cocinaba.
Sal un rato de la casa y llévala a ver si se distrae, seguramente, le dijo. Él salió del rancho, con sus tablitas del alma. La tomó de la mano y quizás estaba contándole, cómo antaño el caminaba por el barrio, vendiendo empanadas y caramelos para mantener a la vieja cocinera, porque el otro marido de mamá también se murió sin morirse, nos abandonó en el primer escaño. Quizás le dijo que hiciera la tarea. Que debía estudiar mucho para hacer una persona de bien. Quizás no dijo nada, tal vez pensaba en el trabajo que no pudo terminar, en la novia de la esquina que lo abandonó, quizás cantaba. De pronto llegaron los de siempre, como siempre, con el sonido de la muerte en sus motores. ¿A quién matamos? Preguntaron.
No era Hades, eran hombres comunes y corrientes que como bárbaros azotan cada esquina de ese pueblo. Él, sin titubear, en un desprendimiento absoluto de amor, dio la vida por su hermana. Mátenme a mí. Y empezó el festín de las balas. Se hizo héroe y santo aquél primero de mayo, cuando la ciudad, no la de tablas, sino la otra, marchaban y coreaban alegres consignas. Cuando se oía revolución en un lado de la acera y en la otra democracia y libertad. Pero él no supo más de aquella ciudad. No supo más de la vieja, de su amada hermanita de ochos años… quedó tendido con trece impactos de bala, en un gran charco de sangre. Así murió otro de los tantos mártires de nuestra Caracas triste e indolente.
Todavía el poder sonríe indiferente. Sonríe como aquellos Atilas, verde oliva, disfrutando el llanto de un muchachos acurrucado a los pies de las peinillas. Todavía el poder sonríe y baila indiferente, saltando las bolsas de muertos que navegan el río que nos recuerda nuestro espíritu estéril y putrefacto. El poder todavía se oculta de los gritos, como aquellos soldados, del gemido inocente del niño que perdió su papagayo en el río de su sangre. Todavía el poder sonríe sin oídos y sin cuerpo. Todavía está allí levantado, como una estatua gris inundada de la hediondez, con los orines del perro.
Yo quería ausentarme de la historia, machacando unos libros sin destierro, cuando la voz ronca de Armando, ese quien ha estado en el infierno, el que su piel está rasgada por la inmundicia del hospital, ese que ora en su escritura…   una vez más me convoca. Jonatan es una depravación espiritual, ¿Qué haces? ¿No has escrito? ¡Es infierno! ¡Es mierda químicamente pura!... Te llamé para decirte eso. Cerró la llamada sin despedirse, como en un llanto eterno. No pude seguir simulando que trabajaba, no pude continuar con la lectura que tenía. El deber es una excusa, cuando la muerte se hace vómito entre las rocas de los ojos.
Me fui al sagrario de mi cuerpo, hincándome en el dolor de mi tristeza, buscando la plegaria ajustadísima, la perfecta, que fuese fiel reflejo de la náusea, me unté de poesía como una inyección, antídoto viral contra la ausencia, abrí monásticamente a T. S Eliot y repetí insomne:
No hay fin para el gemir sin voz,
No hay fin  del marchitarse de marchitas flores,
Del movimiento del dolor indoloro e inmóvil,
Del derivar del mar y de los restos del naufragio a la deriva,
De la plegaria del hueso a la Muerte, su Dios. Sólo la
  Apenas pronunciable
Plegaria de la única Anunciación.
Luego, recordé a César Vallejo y sus Heraldos Negros. Me acordé cuando vivía en el trópico y el guaguancó era mi rutina. Creo que tengo la peste del olvido. No sé mover los pies, ni la guaracha me entusiasma. Hace un frío infernal, un invierno sin otoño. Me levanté en Praga, en lo más austral de mi dolor. Hace rato que vengo escribiendo de la muerte, la percibo corriendo tras nosotros. “¡Dios mío! ¡Dios mío!”  ¿Por qué nos has abandonado?
Pienso en el espíritu del sonero. Tengo su acervo, lo recuerdo. Es lejano su paisaje, pero su voz es una grieta pequeñísima, orgullosa fractura la rigidez de biblioteca y el perfume fúnebre del responso. Allí está la fuerza resucitada, ojalá pueda ensayar… improvisar de nuevo.
Jonatan Alzuru Aponte
Viernes 2 de mayo de 2014

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