LA CONVIVENCIA: entre
política y guerra
El ámbito propio de la
confrontación política es el espacio público. En nuestra época ese espacio se
mueve desde las redes sociales hasta la calle donde se vive. Siempre, en ese
campo, hay ideas y prácticas opuestas, diversas, heterogéneas. No se trata de
una idea contra otra idea, una concepción del mundo contra otra concepción del
mundo, sino múltiples concepciones, múltiples ideas y múltiples prácticas
diversas y opuestas. Las acciones encarnan esas ideas o concepciones del mundo
cuyo problema central es cómo y de qué manera compartimos los espacios públicos,
en otras palabras, cómo y de qué manera convivimos, cómo vivimos junto a es
otro diferente a mí.
Hay ideas o concepciones que
agrupan a comunidades y sus prácticas, sus acciones diarias, se desprenden de
ese compartir visiones de cómo vivir, de cómo relacionarse con los otros. La
forma y manera de cómo se procesan las diferencias, las ideas opuestas, las
concepciones del mundo, es un asunto capital en cualquier colectivo, comunidad,
pueblo, nación, continente. Porque las acciones de cada persona, grupo o comunidad,
no esta regida, solamente, por la concepción o idea del mundo, sino también por
las pasiones, los intereses. Cada práctica, individual o colectiva, es fruto de
un tejido complejo de racionalidad, concepciones, emociones, pasiones,
condiciones económicas, etc. Cada acción es una amalgama multifactorial. De
allí que la convivencia siempre es una confrontación agónica, donde hay
momentos de placer, de tranquilidad y otros de profunda virulencia, eso es
constitutivo de la experiencia política en el espacio público.
La clave para procesar las
diferencias es el diálogo crítico, para con uno mismo y para con el otro,
trenzado por las configuraciones de normas, escritas o acordadas, por
instituciones legitimadas por los diferentes actores sociales para que procesen,
de la mejor manera posible, los desacuerdos. Obviamente, en ese espacio siempre
existirá un residuo mayor o menor, de asuntos donde no existen acuerdos; sin
embargo, la apuesta, permanente, para la convivencia, es tratar de alcanzar
acuerdos mínimos, para convivir.
Convivir, vocablo que se utiliza como oposición radical, a la guerra.
El límite de esa experiencia es
cuando un grupo o comunidades, por las razones que sean, asumen que aquellos
que no comparten su mirada, tampoco deberían compartir el espacio público. Allí
no se trata de una confrontación política, sino la creación de un muro, unos diques, donde el
otro, no puede entrar, más aún, donde el deseo mayor es la muerte simbólica y
literal del otro; la expulsión del otro del espacio público que se considera
propiedad de los que comparte una idea o concepción del mundo. Ese paso es la
coyuntura para el desate de una guerra.
Las guerras tienen una lógica distinta a la
confrontación política. Allí las
prácticas sociales dependerán de la evaluación que se hace para maximizar el
poder en contra del enemigo hasta eliminarlo, en todos sus sentidos, y, a su
vez, se trata de defenderse de tal manera que el enemigo realice el menor daño
posible al grupo de aliados. En la lógica de la guerra, no se procesan las
diferencias, no se buscan espacios de acuerdos, de negociación, de
conciliación, no se interpela por el cómo vivir juntos, sino cómo vivir sin ese
otro, en el menor tiempo posible.
Venezuela en este momento está en
límite, en la frontera, entre la confrontación política y la lógica de la
guerra. El mayor enemigo para todas las partes, para todos los venezolanos no
está en el exterior, no está en la acera contraria, no está en el grupo opuesto,
está en el cuerpo de cada quien. El mayor enemigo son las pasiones y emociones,
porque ellas determinan la actitud de las personas, en momentos críticos como
el que vivimos, para abordar las diferencias. La indignación, la rabia, el
dolor, la angustia, aunado a los deseos de cómo se quisiera vivir, son una
bomba atómica para reventar el delgado hilo entre confrontación política y
guerra.
La ceguera para pensar que no existen
espacios posibles donde convivir con el adversario, es el deseo encarnado en
ideas, de un desate, como un tsunami, de las pasiones y emociones. No pensar,
no configurar un lenguaje, ni actuar en función de la construcción de ese
espacio y, por el contrario, asumir tal proposición como un imposible, es la
actitud para dar el paso de la confrontación política a la guerra. La guerra se
conoce como se inicia, pero nunca se sabe cómo se desarrolla y es impredecible
cómo culmina.
El aliado de la guerra, el
enemigo, a combatir está en el cuerpo de cada uno de nosotros. Es verdad que la
mayor responsabilidad está en todos y cada uno de los decisores desde el
presidente de la república hasta el responsable de la dirección de un gremio o
un partido político. También es una verdad práctica que el mayor peso en el
ámbito político, en cuanto a la
responsabilidad de pasar el límite de la confrontación política a la lógica de
la guerra, son las personas que dirigen las instituciones que arbitran el juego
democrático, el poder moral. Pero también es cierto, desde un ámbito práctico,
que cada persona en el lugar que se encuentre política, social, económica,
institucionalmente, contribuye con sus acciones o no, a impulsar a su comunidad
a pasar el límite entre confrontación política y guerra.
Para combatir al enemigo interno
hay que tener mayor aplomo, mayor contundencia, mayor coraje, que para combatir
las ideas y las prácticas de los otros. Porque se trata de derrotar en sí
mismo, las pasiones y emociones. Se trata de gobernar ese caudal de emociones y
pasiones, para actuar con prudencia en cualquier ambiente. El día de mañana
cada quien se mirará al espejo y podrá evaluarse, pero será tarde muy tarde.
Cada día que pasa, ya pasó y es inmodificable. El futuro es una total
incertidumbre, sólo nos queda la responsabilidad con el estricto presente, para
en lo posible y en los límites de cada quien responsabilizarse para detener a
un país que trota, corre, y está a punto de cruzar la frontera para anidarse en
el mundo de las guerras.
Jonatan Alzuru Aponte.
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