FRAGMENTOS PARA UN CUENTO DE TERESA[1]
A
Teresa Mulet
ENTRE CANDILEJAS Y TERESA
Salí chamuscado
de sonrisa ausente. Los ojos de Calvero, derretidos en la danza de Teresa,
conmovieron cada centímetro de mi cuerpo.
Teresa leía un
fragmento de palabras ahogadas, por palabras reiteradas; como un mar obstinado que
resiste al reposo.
Cada sonido era
una silueta, un boceto de alguien que alguna vez caminó distraído en una calle,
quizás iba pensando en la noche, en esa noche de luna llena; quizás, meditaba
sobre el gas que le quitaría la vida un par de años después, cuando agotado su
cuerpo sintiera la ausencia del baile; quizás no terminó de pensar porque se
hizo silueta esa misma tarde, un dibujo más, una línea ahogada, una sobre otra,
como haciendo el amor, encimados, uno tras otro, como una orgía que estalla en
un punto blanco donde todos se hacen máquinas registradoras. Blanco sobre
negro.
Las líneas
nítidas, con un ansia de perfección agotadora, recorrían minuciosamente el
contorno de ese alguien nunca mencionado. Se hizo silencio. La muerte es
matemática. No hay duda de su presencia. Está en el borde de cada registro.
Ella, con su
inocente candor, la hizo dinámica, se movían las líneas, hasta me reía de
tantos muertos apilados, uno tras otros. Una línea se confunde con otra y el
infinito levantamiento se funde a ritmo del tristísimo Schumann. Era divertido
el movimiento. Se hacía un punto blanco, con millones de líneas blancas,
eran una asfixia milenaria de siluetas
sin cuerpo, millones de nombres sin rostros, como líneas pulcras y vacías. Era
un bolero de siluetas, cantado a media voz y sin la luz acuesta.
Ella leía y yo
pensaba en Teresa que soñaba con brindarle una sonrisa al payaso que no supo el
día que dejaron de reírse.
Quizás un trago,
un sorbo de licor, puede ser el detonante para el humor, así pensaba, cuando
escribía el autorretrato de una cultura que olvidó la risa. Teresa bailaba con
palabras, hacía un tapiz en los huecos de los dientes, para escarbar las
miserias; líneas blancas que se fugan como palabras inconexas.
Teresa bailaba
un fragmento de su vida, le dedicaba cada gesto al maestro, a su amante, quien
la recogió el día que pensaba suicidarse. Ella, sigue suicidándose, pensé, en
cada silueta, en cada boceto fundido; Él, decidió morirse en el teatro, observando
la danza del amor imposible.
EL TEATRO
Recordó, con una
mudez canónica en su vientre, aquél pasaje de Nietzsche en su Gaya Ciencia:
Tal vez nuestro presente ofrece el más asombrosos
contraste: en todas partes veo, en la
vida y en el teatro y no menos que en todo cuanto se escribe, la satisfacción
en todos los toscos estallidos y gestos de la pasión –actualmente se exige una
cierta convención de lo pasional, ¡Y no de la pasión misma! A pesar de eso, en
último término se llegará a la pasión, y nuestra decadencia tendrá una
ferocidad genuina, y no sólo una ferocidad y rebeldía de las formas. (Nietzsche, 1999, págs. 59, frg. 47)
NO QUIERO RE
Me resisto a
sentarme entre desechos. No soporto ninguna belleza que me invite a sentarme
entre desechos. Lo sé, la ecología, el amor a la naturaleza, es light, lo
políticamente correcto.
El sentir verde
es como estar a la moda, como quien modela un diseño de Versace en la alfombra
roja. Pero hay días que no soporto un basurero, aunque se sirva con buen vino
en una galería acomodada y no sea tóxico y no huela mal y hasta es bellísimo,
como dice la mamá de la niñita que quiere comprarse un puf, para la salita de
la esquina, donde tiene la serigrafía carísima de Soto y el lienzo del repetido
y reiterado Trompis que no debe faltar en el teatro de una casa decente y
acomodada.
Hay días que
amanezco con el reciclaje dándome asco. Odio las botellitas de agua; ésas que
guardo, religiosamente, los días sábados, para bañarme el domingo.
Ese día, desde
el alba, tenía el cuchillo preparado para desquitarme; para agenciar toda mi furia en aquel mueble
transparente que dulcísimamente gritaba, una y otra vez: debemos vivir juntando
los desechos y transformándolos en la decoración perfecta de la vida.
Si supieran que
esto de re-usar la historia, de revivirla, me hace sentir entre condones y
toallas sanitarias usadas, almacenadas – (en un baúl mutilado de polillas)-,
cargadas de sudores añejados, sueños perfumados de almizcle y cloro, excitaciones virginales, flor de loto hermosa
y de sangres que aliviaron un embarazo precoz o con la sonrisa lúdica, alegre,
porque es el rastro de una feminidad floreciente, pero ahora… como una
funeraria fétida, se impone. Sus fantasmas, olores, hongos nauseabundos y gusanos,
me persiguen por doquier. Ni siquiera he podido aniquilarlos en mis sueños.
Saqué el
cuchillo con la delicadeza de un chaguaramo derrotado; así, lentamente,
asfixiando cada milímetro del tiempo, como un bostezo arrugado, triste; pero
Teresa inundó de palabras aquel templo. Me arrebató los sentidos, me fui
quedando sordo con tanto sonido escrito. Me temblaban las piernas.
Un filósofo es
alguien que da sentido sin pasión, lógica uno, lógica dos, lógica simbólica.
Pero esa loca hablaba de la vida y yo quería hundirle un cuchillo y rasgar como
niño aquél homenaje a la miseria… El amor es una barricada de mierda, me dijo
con humor la joven escritora Delia Arismendi; pensé en ella freudianamente,
como quien dice. Sigilosamente, abrí mi maletín porque era decente tener
maletín y en medio del suplicio, leí un fragmento de aquella niña que me
desnudó al tiro, como dicen los chilenos, en medio de la plaza, ubicada en la
soledad infame de mi cuerpo:
“Me dio una coñaza tremenda, patadas en la
cara y en la barriga. ¿Tú sabes que los dientes de adelante fue él quien me los
voló?, pues sí, de un puñetazo cuando amenacé con contarle a la esposa. Te
hubieses divertido con ese espectáculo en el hotel, la gente salió de los
cuartos a ver qué pasaba, y yo le gritaba ¡SE LO VOY A CONTAR A TU MUJER! ¡YO
TE AMO! [Sí, mi vida, estaba tan loco como para amenazar a un policía] y yo de
rodillas, llorando, con la bata abierta, y todos en ese hotel con las bolas
duras, viéndome la mercancía. Todo eso pasaba en el pasillo frente a la
recepción del hotel. El maldito se dio la vuelta y me agarró del pelo,
arrastrándome por el piso, dándome patadas en la cara, mi vida, y después me
dio una patada tan fuerte en los huevos que me cagué encima, maldita sea, ahí
mismo estaba cagado. Sentí la pistola en la frente. Pensé, sí, hasta aquí llegó
esta belleza llena de mierda, pero la viejita que atendía la recepción me jaló
y metió detrás del mostrador. De puta quería irme a donde estaba él, entonces
la vieja me metió un coñazo, cerró el puño, apuntó bien y me dejó tendido en el
suelo. Salió y le dijo al desgraciado ese que se fuera, que no quería problemas.
Bueno, más bien se lo rogó. Pobrecita, medio recuerdo que estaba temblando. No
sé cómo se fue así nada más. No lo vi irse, pero lo imaginé tambaleándose, con
la pistola en la mano gritando Te voy a matar puto maricón. Esa viejita fue mi
salvación. Me cuidó y llevó al hospital. Allá dijo que yo era su sobrino, y me
habían atracado. No le creyeron mucho, pero igual me atendieron. ¿Los dientes?
Una millonada. La viejita dijo que no tenía dinero para mis dientes y claro, al
principio me puse triste, pues yo antes estaba más flaca y con unos dientes
lindos, derechitos. Después me acostumbré. Los hombres dicen que les encanta
así, sin dientes. Cuando sienten la encía tocándoles la verga, se vuelven
locos. En parte se lo agradezco al desgraciado ése, y ojalá lo tuviese al
frente para hacerle una buena mamada. Al tipo lo volví a ver. Pasaron tres
meses y regresé a su casa para arreglarle el pelo a la mujer. Se puso nervioso
al verme, pero mi cielo, con esa coñacera en el hotel me olvidé de las amenazas
de contarle a la mujer, normal, fui a hacer mi trabajo, aunque en el fondo
acepté ir porque tenía la esperanza de verlo. Entonces los escuché discutir en
el cuarto. Decía que estaba harto de los maricones en su casa y otro poco de
mierda. Ella regresó, qué pesar, toda avergonzada porque yo había escuchado la
pelea. Está jodido en el trabajo, no le pares, tú sabes cómo son los hombres.
Pues claro que sé cómo son y lo que les gusta, respondí, y nos echamos a reír.
Le pinté esas mechas más bellas, rojo rojo. A los meses, cuando ella volvió a
llamar porque necesitaba que la peinara para ir al matrimonio de una prima,
dije que había tenido un accidente y tenía las manos quemadas, ja ja ja, la
pobre se lo creyó, se puso triste. Para esa casa no volví más, tú sabes, me alejé,
y no por miedo, sino porque me hacía daño, es más, todavía me duele acordarme
del policía. Todavía se me corta la voz, ¿escuchas?” (Delia Arismendi,
Barricada, 2013)
Nadie en la sala
entendió mi gesto. Yo tampoco, porque lo único que deseaba era hundir el
cuchillo y salir corriendo. Huyendo cobarde como conejo… como soy. Pero no lo
hice. Decentemente lo que atisbé fue entonar el canto de lectura. No tuve el
valor de mi instinto porque no es de buena costumbre apuñalar a una obra de
arte. Sonreí con agrado y me tomé el vino y me dijeron bravo por ese cuento.
Les dije que no era mío. Que me encanta leer cuentos de otros. Ese fragmento era
de un cuento de una joven escritora que no conocía, que residía en Mérida y
tenía papá y él era un superhombre y ella se llama Delia Arismendi y todos
rieron celebrando mi ocurrencia. Nos divertimos a ratos, como Calvero en
Candilejas.
A mis espaldas
escuché la voz de Teresa que decía: Las palabras son unos frascos vacíos,
plásticos de agua ausente… y nos sentamos en ellas.
La abracé. Me dispuse
a llorar para no matarla, porque era verdaderamente ridículo cometer un
asesinato en galería; quizás era chic, una noticia artísticamente interesante,
digna para presentarse en medio de tantas muertes sin relevancia; precisa,
mejor dicho, preciosa para copar titulares en los periódicos de las esquina.
Casi imaginé el titular: Profesor de filosofía enloqueció y mató a la artista,
justo el día de la inauguración, en medio de la galería. Imaginé el chismorreo
de farándula apropiado para estos casos, sexo y droga. Algún que otro trágico
sería capaz de inventar una vaina como el reciclaje de la muerte. Pero preferí
llorar, porque seguramente, algún inspector del orden dibujaba nuestros cuerpos
con cintas blancas en el piso y yo no quería ser parte de una obra de arte que
todos miraran con asco comprensivo, entre rones y nicotinas.
Ella entendió.
Me dije ilusionado. ¡Era clarísimo que había entendido! Ella me miró como a un
perro muerto y esa es la señal perfecta de la comunicación artística.
Seguramente, rediseña todo, recicla todo, reordena todo… Seguramente mañana le
clavará un puñal, en la próxima parada, en el próximo túnel de Buenos Aires,
Caracas o México, lo hace. Y me sentí
aliviado, como si de mi espalda el mundo se hubiese bajado. Al llegar a la casa
y revisar cada uno de mis gestos, entré en pánico. Mi razonamiento apodíctico
era equivocado. Ella tendría que rehacer su obra y yo odio el reciclaje. No
entendió bien lo quise decir, estaba seguro que no lo había entendido, porque
con exactitud milimétrica ella le introducirá un cuchillo y quizás lo deje
abierto y quizás los niños se lleven las botellitas de agua y transformen la
galería en un gran basurero, porque todos empezarían a jugar con las botellas y
los adultos, perfumados y bien peinados, serían los primeros en lanzarse, en
esa piscina de botellas, porque el arte tiene esa vaina que contagia de niño a
los maricones adultos, pero eso no sería delicado, no sería ella…
Yo no supe
expresar, por el llanto bobalicón, lo que quería decir, seguramente leyó mi
sonrisa en una clave distinta o tal vez mis ojos reflejaron el bendito
inconsciente que siempre nos hace una mala pasada. Si entendió lo que con seguridad yo sabía que
había entendido, entonces, dejaría de estar ella en la obra. Mi hipótesis era
perfecta y sería mi obra lo que haría y yo no quiero eso y no deseo que se
recicle, que se haga distinta con peroles viejos… Menos mal que todavía no he
llegado a la casa, menos mal que no la abrazo todavía, menos mal que no me he
dispuesto al llanto, ni siquiera he sacado el cuento de Delia del maletín.
Estoy aturdido
entre palabras, son un repique incesante de catedral que desespera por
feligreses en un pueblo huérfano, araguato afónico, en el borde estricto, del
desierto.
La veo
acercarse. Viene sonriendo, entre amigos. No le tengo confianza a ninguno. A
ninguno conozco, pero tienen cara de sabios, de bibliotecas, de críticos, esa
especie de científico que carga un bisturí para dar cuenta del deber. Me está
doliendo el estómago de puro susto, las ganas de orinar es como una catarata de
pánico. Saludó a Erika, quien no necesitaba un trago para desnudarse. Lo vio de
reojo y como un gesto simple y sin importancia, preguntó: ¿Qué tal la obra?
Bonita. Hasta luego. Gracias por invitarme.
EN EL CASTILLO
Lectura en el
castillo de Castillo Zapata:
25 de mayo.
(…)
Un artista ejerce la política en su obra, con su obra;
no ocupando un cargo burocrático en la administración del Estado, o militando
en un partido. Un artista contribuye a que la política cumpla su cometido de
hacer posible la relación entre los diversos, la relación entre los
originalmente a-políticos.
Gallegos era político cuando escribía sus ensayos de
juventud, cuando escribió Doña Bárbara; el acceso a la presidencia de la
república resulta una cuestión circunstancial y accesoria. La potencia política
de su intervención está en su obra, en sus ideas y no en sus acciones
burocráticas despachando memoranda y decretos. Su acción política es una acción
estética: su manera de actuar políticamente es tratando de interpretar el mundo
desde la ficción para ofrecer a sus conciudadanos razones para sostener la
convivencia, razones para mantener la relación entre diversos que hace posible
la nación, que hace posible la existencia de una polis. Por eso se convierte en
modelo para jóvenes de Contrapunto: se elogia no porque sea presidente de la
república, sino porque ha proporcionado razones, ideales, orientaciones (es
decir, sentido) a los diversos para sentirse unidos, para vivir en el entre-nos
de la relación que hace posible la nación. Este es el efecto político de
Gallegos: el efecto político de su actividad intelectual. (Castillo Zapata, 2013, págs.
197-198)
LA OBRA
La fotografía
debía hacerse donde se hacen las fotografías, en los talleres. Un taller es una
calle tejida de miradas. Un muro solitario que pide a grito inmortalizarse,
como aquél grafiti de Julio Cortázar. Una pared es un ojo que grita a mí
también me duele. Allí, casi por descuido, me inundaron las caras
reiteradas de los afiches, de aquellos que prometen una vida buena. Estaban uno
tras otro, techo y paredes como queriendo atormentar mi existencia. Eran rojos,
verdes, azules, amarillos, todos eran uno, aunque gritaban diferencia. Estaban
ausentes los diversos, los que transitan a diario, los ordinarios, los órficos
que se hacen número cada viernes, como una semana santa interminable.
Nelson, casi,
pidió disculpa por aquella grosería. Era una grosera experiencia del consumo.
Algunos idiotas le llaman política. Tenían rostro y nombre y consignas. Eran
los mismos que inundan las autopistas y las paredes, comprimidos en un punto,
en un diminuto espacio, donde están los rosales, en el cementerio. La voz de
Teresa estaba ahogada entre tanto estiércol. No dije nada para no comprometer a
los presentes. Desesperado quería conseguir su palabra reiterada, para que me
golpeara yunque, martillo, clavo… Su voz diminuta gritaba que eran frascos
vacíos, botellitas de agua de reciclaje, pero que nadie quería exhibir en una
casa decente.
EN UN NOVIEMBRE CUALQUIERA
Ese día estábamos
contentos porque creíamos que habíamos pasado la materia. A mí, realmente, me
gusta la ingeniería. Eso de hacer cosas, de crear, ingeniar… por eso estudié
sistemas. Bueno tres semestre nomás. La pasé verdaderamente bien. Yo pensé que
unas cervezas rápidas en el camino, podrían aliviar el trago amargo de
matemáticas, eso le dije a Erik y a Edgar, después que salimos del examen.
Teníamos tres días estudiando full. La verdad yo salí bien ese día, segurísimo,
porque desde chamo me la llevaba bien con los números y los límites y las
derivadas y luego los integrales dobles y triples se me hacían pan comido.
Recuerdo que lo primero que les dije cuando nos montamos en el carrito era que
debíamos celebrar otro día, pero unas frías siempre son buenas pal camino, las
muchachas reían. Lo recuerdo como si fuera hoy. Lástima que ninguno vino,
porque al parecer están con Tere en otra exposición. Yo decidí venir cuando
supe que andabas en busca de nuestros pasos. Yo no sé si ella entabló algún
tipo de comunicación con ellos. Creo que no comprenden todavía la importancia
del diálogo o siguen traumatizado por aquella experiencia. Bueno, ese día
habíamos presentado matemática, como yo tenía carro me ofrecí para darles la
cola. Lo había hecho en otras oportunidades. Además, estábamos embochinchados,
casi era un tres pa tres, pero la verdad… era una relación que se estaba
cosechando con una profunda amistad.
Vi una alcabala
cerca del bloque uno, pero qué va me dije, esos tipos tenían capucha, parecían
más bien unos Bin Laden devaluados cobrando peaje, y yo le había echado
demasiada bola a la vida para que me palearan unos pendejos; así que no atendí
la voz de alto y apreté la chola. Tuvimos mala leche porque sólo escuchamos una
primera detonación y luego fue una lluvia de plomo que nos cayó encima. Yo lo
que sentí fue un frío infinito en la espalda y el grito de todos amasados en
una sola voz como si estuviésemos entrando, amontonados, en el infierno. Nos
quisieron vestir de delincuentes, pero pronto se supo todo y de un lado quedaron
ellas tres heridas y nosotros quedamos estampillados en el corsita, muertos de
a bola… Ni a Erik ni a Edgar le gusta hablar de la masacre del 27 de noviembre,
porque dicen que todo el mundo piensa en el golpe de estado y no en la muertes
del barrio Kennedy, en Caricuao; pero yo les insisto en la fecha porque es como
mi emblema. Es una manera de protestar, porque aún en este mundo es posible la
protesta y ahora que tenemos una médium que da cuenta de nosotros desde unos
cuantos años, la cosa agarra fuerza. El recuerdo es un tormento y quizás por
allí está el comienzo.
¿Sabes una cosa?
Tere no sabe lo que hizo cuando empezó a dibujarnos. No es como ella piensa que
somos un número, que no tenemos rostros, que estamos repetidos o que nos
fundimos en blanco. Para nada. Uno siempre guarda su individualidad, ni
siquiera con la muerte somos intercambiables, siempre permanecemos en el recuerdo
de alguien, por más malo que seas, siempre hay una vieja o un niño que te llora.
Hasta una mínima mueca, puede trascender el tiempo. Y en ese detalle es la
compuerta de la represa de lo que fuimos, lo que somos, porque permanecemos. Cuando
tropezaste conmigo y me viste así de a poquito, con esa reverencia de silencio,
decidí hablarte. Yo no sé si hago bien, porque puedes quedar como ella, con mi
silueta en sus orines. ¿Sabes? Uno aquí va perdiendo la memoria, eso también es
verdad, pero esos coño policías me mataron antes de tiempo, yo iba hacer un
ingeniero de sistema, te lo juro; incluso en algunos rincones de Comala
comentan la vaina.
Bueno lo único
que te pido es que le digas a todos que cuando vean las siluetas, piensen en
cada uno de nosotros, que nos hablen, que nos traten con cariño que no somos
piezas de museos; más bien el museo está en la calle… porque te digo una vaina,
hay muertes lindas, incluso aquí se celebran. Pero esas, las dibujadas por
Tere, las que miras, esas no; aquí llora hasta dios cuando llega un fin de
semana y cuando ella hace una exposición porque somos su proyecto, aunque lo
único que proyectamos es un vacío hondo, un hueco crujiente en las entrañas…
sin órganos.
Yo no sé qué vas
hacer tú, pero te suplico que me beses para sentir un último calor aunque te
crean loco; recuerda: besar una silueta es el gesto más lindo que pueda existir,
no es necrofilia, es amor fati… Además desde Jesús de Nazareth o desde Simón
Rodríguez, como quieras, se sabe que los locos y los niños dicen las verdades y
un artista es un niño loco. Gracias por escucharme, te amo.
CALVERO
Postrado, en
aquella camilla improvisada, encarceló los párpados para oler el baile de
Teresa. Isadora Duncan era Teresa, el éxtasis salvífico de su desnudez le
provocó el placer de una mudez eterna, segundo antes, hizo el Conjuro de Medianoche que le enseñó
Miguel Márquez, desprevenido.
Algún día
No levantaré los párpados
Con miedo, ni
asustado
Me volveré a ti
Para espantar tú sombra.
Serás pasado, olvido,
Sílabas de Polvo
En el recuerdo
CENIZAS
Íngrima, entre
fantasmas vociferantes, acurrucada en una canción de Discépalo, tomó los Cuatro
Cuartetos de Eliot, hizo su oración en voz alta, como para recordarse que
seguía existiendo:
Ceniza en la manga de un viejo
Es toda la ceniza que dejan las rosas quemadas.
Polvo suspendido en el aire
Marca el lugar donde terminó una historia.
Polvo inhalado fue una casa-
El muro, el friso y el ratón.
La muerte de la esperanza y la desesperanza,
Esta es la muerte del aire.
EL SILENCIO DE TERESA
Las sinfonías de
Mahler. Ritmo de nostalgia precisa. Campana de su respiración. Sabía lo
imposible del deseo. Pero la maldición de Tántalo le doblegó su mirada en aquel
altar. El altar del bolero de Juan Gustavo Cobo Borda. Sintió en su vientre la mirada
de la culpa acariciándole los vellos. La culpa es una cruz de hierro con rostro
de María Lionza, pensó, sigilosamente, tarareando aquella canción de Javier
Solis o Felipe Pirela, a esas alturas del ron ya ni siquiera recordaba quien la
interpretaba.
Ese bolero es mío
desde el comienzo al final
no importa quién lo haya hecho
es mi historia y es real
Ese bolero es mío
porque su letra soy yo
es tragedia que yo vivo
y que sólo sabe Dios
Lo hicieron a mi medida
yo serví de inspiración
y su música sentida
se clavó en mi corazón
Ese bolero es mío
por un derecho casual
porque yo soy el motivo
de su tema pasional
Lo hicieron a mi medida
yo serví de inspiración
y su música sentida
se clavó en mi corazón
Ese bolero es mío
por un derecho casual
porque yo soy el motivo
de su tema pasional
Seguía
tarareando, haciendo cantar al viento, mientras guardaba el joyero, la caja
desahuciada, para sellar el cadáver de su memoria. Quería olvidarse de su
llegada. Olvidarse de todas y cada una de las elecciones que había hecho; una
tras otra, una tras otra, decisión por decisión, los diques enmohecidos que
clausuraron aquel amor.
La vida no es
una suma, pero cómo añoramos que dos y
dos sean cuatro, se dijo así misma cuando escuchó la llegada de su Teresa. Sí,
su Teresa. Ella, Teresa, no sabía del amor cosechado por la otra Teresa. Ella
la había pensado en silencio, la había acariciado, le había roto su anillo de
fidelidad en una noche de copas sin su presencia, la había despertado en
cualquier día de junio o febrero para contarle una historia inútil o mostrarle
un discurso que no empieza ni termina, a media luz y con el diplomático
haciéndole compañía…
Pero Teresa era
una línea recta. Asumía su elección con pasión y no pensaba ni quería pensar
siquiera, por un momento, en la posibilidad remota de amar a otra mujer. Se
había guardado para el amor imposible; había abonado su cuerpo con la majestad
del silencio. Pero ese día la vio hermosa en medio de su cansancio. Ese día se
olvidó de sus cuentas y del rosario y de las velas cuando sintió el canto de
Teresa en sus entrepiernas, pero no dijo nada porque ella era decente y su
timidez era más terrible que su risa. Estaban en Roma y eso era importante.
Roma era como el boulevard del Cementerio, termina con las flores y el desfile
de huesos. Ambas pensaron una mándala de quizás, para ocultar sus deseos.
Teresa tenía dos años amasándolo en un juego solitario, como quien juega con la
muerte. Teresa, la otra, lo advirtió aquél día cuando el canto se refugió en su
vagina. Fue un momento fugaz, quizás hasta imprudente, por eso recogió sus
manos en el estuche de su cuerpo y la invitó a internarse en las catacumbas de
su ego. Allí no descubrió el cuerpo de su Teresa, su hallazgo fue descubrir su
cuerpo descuartizado, no en la tumbas de Adriano a las orillas del Tiber, sino
en la Cripta de los 4000 esqueletos… Entró en el laberinto de sí misma,
desdoblándose en los huesos de tantos amores perdidos. Aquel espejo de su vida
conmovió todas y cada una de sus menstruaciones y ya el arte, como siempre, era
una cadena innumerable de pasiones muertas, como el día que se encontró con
Teresa… y no pudo decirle que la amaba.
LA
MUERTE DE TERESA
Abrió despacito
aquél pasaje de Milan Kundera, la quinta parte, titulada, La levedad y el peso.
Lo tenía subrayado antes de pensar en aquello. Sentía una asfixia, como si dios
estuviese ahogado de nostalgia. Lo leyó de forma reiterada, tal vez, para
provocarse aquella idea obsesiva; tal vez, para que cobrara cuerpo aquella
imagen, como un terremoto de hígados y excrementos.
Teresa había vuelto a dormirse pero él no podía
conciliar el sueño. Se imaginaba su muerte. Está muerta y tiene pesadillas;
pero como está muerta él no puede despertarla. Sí, eso es la muerte: Teresa
duerme, tiene pesadillas, pero él no puede despertarla. (Kundera, 1993, pág. 234)
Una frágil niña
de nácar, colgada en un madero en cruz; su vientre rasgado por rinocerontes
verdes que, tímidos y delicadísimos, asoman sus lenguas, saboreando el ombligo
lacerado por culebras que yacen como enrredaderas entre sus pies. Y, encima de
la cabeza, la causa de su condena, escrita en latín, griego y arameo: Es
teresa, reina del silencio.
[1] Intervención
presentada en el X Simposio Internacional de Estética, Mérida, julio 2014. Se trata de una reflexión de
lo que acontece en Venezuela, de lo que me acontece en mi vida cotidiana, en
clave de ficción, a partir de tres muestras de la artista plástica Teresa
Mulet, a saber: “Cada-ver- es. Cada- vez- más”; “En Re” y “Palabras Silentes.”
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